Miguel Pérez, Sun Tzu y el sueño del editor guerrero
Promediando el año 2014 recibí un mail bastante peculiar. Su remitente, Nicolás Uriarte, era en ese entonces uno de mis alumnos de la materia Análisis de guión en la ENERC. En el mail Uriarte me contaba que había tenido un sueño y que yo aparecía en él:
Estábamos en una isla de edición editando espalda con espalda, como si editar fuese parte de combatir el mal y de eso dependiera el destino de la humanidad toda. Lo hacíamos bastante bien, veníamos "ganando" por decirlo en cierto modo. Después teníamos un break y vos te ponías a jugar al Counter Strike mientras yo iba al baño y al salir del cuarto en el que nos encontrábamos, me daba cuenta de que estábamos en una estación espacial en Marte que estaba luchando contra aliens (o sea aliens de Alien).
Tras compartir esta experiencia onírica, Uriarte cerraba su mensaje con cortesía, dejándome atónito frente al monitor. En una inversión de roles me estaba planteando el desafío de encontrarle un sentido a su sueño, reproduciendo de algún modo el procedimiento que habíamos estado practicando en clase durante la primera mitad del año: detectar la estructura dramática de las obras audiovisuales, descifrando su sentido profundo, a menudo oculto a la mirada inocente. Aunque el sueño se resistía a una decodificación inmediata, dejaba traslucir una certeza: esa secuencia de imágenes contenía un significado inteligible. Pero careciendo de entrenamiento onirocrítico ese significado se me escapaba. Y además por ese tiempo yo andaba de vacaciones: el asunto se terminó escurriendo en el ocio del olvido.
Al arrancar la primera clase del segundo cuatrimestre, apostado al fondo del aula, Uriarte me reclamó en tono socarrón el hecho de que nunca le hubiera acusado recibo de un mensaje tan confesional. Apremiado frente a todo el grupo de alumnos revisité oralmente el sueño. En medio de la evocación apareció una imagen clara y alcancé a plasmarla en un desarrollo verbal que creí suficientemente pertinente a la clase. Rescaté de la primera parte del sueño la idea del montaje como una lucha contra el Mal, o al menos como parte de esa lucha universal de la Humanidad. Una lucha que además es colectiva, social, “espalda con espalda”. Y que puede ser formulada en términos de pensar y vivir el montaje como un ethos, como una disciplina consciente orientada a llevar una obra audiovisual a su máximo potencial en tanto obra de arte capaz de conmover al mundo. El sueño de Uriarte, les dije a los alumnos a modo de conclusión, era una manifestación de los contenidos que se desarrollaban en la materia.
El estudiante de cine es una especie muy poco afecta a los discursos pretenciosos. Mi interpretación corría el riesgo de ser recibida como una exageración o un divague liso y llano, pues implica abordar el montaje y su estética desde una perspectiva esencialmente ética. Para mi alivio los alumnos —incluído Uriarte— asimilaron esta lectura sin un ápice de sorna y eligieron preservar la atmósfera livianamente mística del instante. Tras la afortunada digresión la clase retomó su curso usual. Pero ya no se me olvidarían ni el sueño de Uriarte ni su espontánea interlectura. Envalentonado por la experiencia en el aula, tiempo después creí que podía usar esas ideas como excusa para escribir un artículo para la web de la SAE. Tras un par de intentos inconclusos de bajar esas ideas al papel acabé por entender una cuestión central: la interpretación del sueño de Uriarte era mucho menos relevante que la posibilidad de esa interpretación. Ello exige un contexto de análisis y aprendizaje que haga plausible una ética del montaje. Ese contexto afortunadamente existe. Llevo cuatro años dando clases de una de las disciplinas de esa potencial ética del montaje: el estudio de la estructura de las formas dramáticas. Tuve la suerte de recibir los contenidos de estas clases ya listos para ser dictados. Son una elaboración que lleva construyéndose minuciosamente desde mucho tiempo atrás. Su autor está constantemente refinando estos desarrollos, al punto de que no le ha resultado práctico fijarlos en una obra impresa —por el momento.
Necesito ahora hablar de otro maestro. Sun Wu fue un legendario teórico y estratega militar que vivió —hasta donde puede saberse— en la refinada y belicosa China de hace unos 2500 años, más o menos para la época en que Clístenes garabateaba la democracia ateniense y en Roma se instauraba la República, y más para aquel lado nacía también otro maestro llamado Siddharta Gautama. Sun Wu escribió uno de los más antiguos textos que existen sobre el concepto de la lucha: El arte de la guerra. El texto se propagó rápidamente y le dio gran fama incluso durante su vida, a tal punto que a su autor se lo conoce por el título honorífico: Sun Tzu, “el Maestro Sun”. La obra de Sun Tzu apareció traducida en Occidente recién hacia fines del siglo XVIII —se ha dicho que fue una de las obras que influyeron en Napoleón— y se hizo particularmente conocida en el auge del belicismo global de fines del siglo XIX y principios del XX. Fue uno de los libros de cabecera de Mao. Su texto en chino antiguo es lacónico y de una naturaleza casi —o esencialmente— poética. Esta característica del texto permitió que hordas de aficionados a las teorías con tufillo estratégico hicieran uso y abuso de Sun Tzu llegando a la exasperación, adaptando su sentido militar original y aplicándolo a los más diversos ámbitos y artes, entre los que se cuentan las finanzas, la política, el marketing, el derecho, el deporte, conseguir chicas (o más apropiadamente, conquistarlas), el diseño de videojuegos, la escritura de ficción y, entre tantas otras materias, por supuesto el cine. El caso es que una tarde haciendo orden en mi biblioteca me topé con Sun Tzu y me dejé llevar por la curiosidad. Cuando llegué al capítulo cuarto, titulado Disposiciones Tácticas, me encontré con estos versículos:
Sin duda, no representa el colmo de la sagacidad anticipar una victoria que cualquier hombre podría prever. Triunfar en una batalla y ser consagrado por todos como un “experto” no es el colmo de la habilidad: no exige gran fuerza levantar la pelusa del otoño, ni es demostración de videncia distinguir entre el sol y la luna, ni es prueba de una exquisita audición percibir el retumbar del trueno. Antiguamente se consideraba experto en el arte del combate a quien vencía a un enemigo con facilidad. En realidad, por tal razón los éxitos obtenidos por un maestro del arte de la guerra no le significaban fama de sabio ni reputación de valiente.
Como suele ocurrir cuando uno se topa con un enunciado que encierra sabiduría pero no la deja escapar fácilmente, me detuve y releí varias veces este último versículo, presintiendo que contenía una idea relevante, pero que no conseguía aprehender. A continuación venía una acotación particularmente esclarecedora de Tu Mu (803–852 d.C.), uno de los comentaristas chinos de Sun Tzu tenidos por clásicos, al punto que las ediciones tradicionales incorporan sus comentarios intercalados en el texto original:
Dice Tu Mu: “El común de los mortales no logra comprender la victoria que se obtiene antes de que las circunstancias hayan salido a la luz. Por ello, el gestor de esta victoria no obtiene reconocimiento a su valentía, pues el enemigo es sometido antes de que las espadas se cubran de sangre.”
La idea se hizo tan nítida como insólita: el súmmum absoluto de la maestría en el arte de la guerra sólo se alcanza cuando el éxito pasa desapercibido. Inmediatamente me alcanzó una sensación de certidumbre: la imagen de un estratega militar paradójicamente invisibilizado por su propio triunfo me remitía a otro tipo de lucha. Una lucha con la cual yo estaba íntimamente familiarizado. La misma lucha que había soñado Uriarte.
Pero ¿qué clase de guerra se libra en el montaje de una obra audiovisual? Ninguna de las etapas de la realización aparenta ser de naturaleza más contemplativa. Enfrentados a un ínfimo rectángulo de luz, los editores nos enclaustramos durante temporadas enteras en oscuros monasterios individuales, ámbitos en los que nos entregamos a un proceso repetitivo y reflexivo no muy distinto a la oración. En este contexto parece muy tirado de los pelos querer aplicar conceptos de combate. La aparente contradicción sólo persiste hasta el momento en que recordamos el profundo contenido espiritual que guardan las feroces culturas guerreras de todas las épocas y latitudes, pero que se manifiesta particularmente en el Oriente. Por citar un ejemplo, el Bushido japonés predica que la disciplina y el entrenamiento riguroso, no sólo físico sino espiritual, son condiciones necesarias en la formación integral de un samurai, el título correspondiente a un experto en el arte de la guerra. Esta formación además exige usualmente la intervención de una figura trascendental: el maestro, agente de la transmisión ordenada y gradual del conocimiento acumulado a lo largo del tiempo. Y cuando las enseñanzas del maestro trascienden las generaciones, y los discípulos devienen a su vez en maestros y reproducen lo aprendido y añaden sus aportes, se constituye una escuela. En este sentido, la enseñanza del arte de la guerra no se distingue, ni debiera distinguirse, de la de cualquier otro arte del Hombre —incluyendo el montaje.
El subconsciente de Uriarte no dijo pavadas. En lo esencial su imagen onírica tiene valor de verdad: el editor guerrero existe, tiene por patria a la película que ha sido llamado a defender, y en esa defensa está al servicio de un soberano: su director. El editor guerrero no surge de improviso, ha ido adquiriendo conocimientos y recursos cada vez más refinados durante un prolongado camino —un tao— de estudio y entrenamiento. A lo largo de ese camino el editor guerrero ha seguido a varios maestros que lo han precedido —acaso alguno haya sido su principal guía e inspiración. Y si hablamos de montaje, de maestros y de inspiraciones, ahora sí es el tiempo de referirse a quien inspiró estas líneas y posiblemente también el sueño de Uriarte.
Para los profesionales del montaje que por distintos medios hemos abrevado en su escuela, Miguel Pérez (SAE) ocupa el lugar del maestro por antonomasia. Pérez encarna el sentido de disciplina y rigor en el arte, y su método apolíneo y coherente viene a oponerse a un abordaje lírico, casuístico, regido por impresiones personales y fragmentadas, y por ello desarticulado, que es bastante común en la didáctica de lo audiovisual y particularmente en la del montaje. Concreta y personalmente, en mis primeros años de estudiante la aparición de Miguel significó ante todo la posibilidad de aprender cine.
Miguel construye un plan integral de formación de editoras y editores —guerreros, claro— articulado en varias ramas del conocimiento formal, fundamentalmente de la estructura dramática —la Estrategia— y de la gramática audiovisual —la Táctica—, campo que a su vez desdobla en materias específicas: factores visuales y su incidencia en el corte, criterios de montaje de diálogos, de música, etcétera. Pero acaso lo que mejor caracteriza a su escuela es un elemento que la atraviesa en forma consistente y persistente, el elemento que permite armar la analogía que estoy presentando: por encima de los aspectos formales Miguel propone una ética. Este ethos está basado fundamentalmente en la vocación de servicio y en la profunda conciencia de la misión social e histórica que tiene una obra audiovisual, incluso la más leve y pasatista que pueda concebirse. Es una ética que fomenta un espíritu de compromiso con la tarea y con el lugar del editor en el sistema de producción audiovisual, subordinado a la visión del director pero a la vez indispensable para afirmarla. Es lo que se transmite incluso a nivel inconsciente en sus clases y que genera en los alumnos sueños de épicas elocuentes.
Esa ética plantea la auténtica guerra que se desata al interior de una isla de edición, que confronta —al decir de Miguel— dos praxis irreconciliables: por un lado el potenciar la capacidad de conmover a los espectadores de la película, profundizando en los conflictos que se representan en la obra, obsesivamente sintonizando la forma a las necesidades del relato —el bien—; por el otro, las fuerzas del mal: la superficialidad en el enfoque de los conflictos, la digresión, la pérdida de la energía comunicacional, la disolución del impulso primario que subyace en la obra —en una palabra, la chantada. Y en esta lucha ética vuelve a aparecer aquella sorprendente idea de Sun Tzu: el editor guerrero no alcanza la máxima excelencia cuando su intervención recibe grandes elogios. Los editores guerreros sólo alcanzan la auténtica y absoluta cima de su arte cuando su victoria —la derrota de la “mala praxis del hacer cine”— resulta tan incruenta ("fácil", al decir de Sun Tzu) que pasa desapercibida para el espectador y permanece invisible. Salvando la aparente paradoja, un verdadero editor guerrero reconocerá en este punto y en base a su propia experiencia la pertinencia de esa antigua y trascendental idea. La sutil y laboriosa precisión del montaje gracias al cual fluye orgánicamente un delicado diálogo surcado de emociones y subtextos está destinada a permanecer en el plano de lo imperceptible. En este campo de batalla no hay lugar para el lamento: tras el triunfo, una invisible editora guerrera sonríe, envaina su instrumento filoso y sensible, y prosigue su camino de lucha artística y espiritual. Y antes de encarar la siguiente escena probablemente tenga un pensamiento de gratitud para con sus maestros.
No creo estar cayendo en la hipérbole. Según mis cálculos, sólo en la Argentina, sin contar otros países, Miguel Pérez ha formado a por lo menos seis sucesivas generaciones de exitosos profesionales del montaje. A principios del año 2015 tres de las más prestigiosas instituciones educativas del ámbito audiovisual argentino, la Universidad de Buenos Aires, la Universidad del Cine y la ENERC, lo propusieron como candidato para recibir el Premio anual a la Docencia que entrega la CILECT, entidad que agrupa a esas y otras muchas universidades y escuelas de cine de todo el mundo. Tras evaluar los antecedentes de varios candidatos, incluyendo notas y testimonios redactados por quienes fueron sus alumnos, el Comité Ejecutivo de CILECT resolvió en junio otorgarle a Pérez ese reconocimiento indudablemente merecido, que recibió personalmente a fines de noviembre pasado en el congreso anual de la entidad en Munich, y en el que además participó dictando una muy aplaudida masterclass. En el caso de Miguel la expresión “maestro de los maestros” adquiere un sentido perfectamente literal.
Tras cuatro años capitaneando la cátedra de Montaje en la ENERC, Miguel ha resuelto retomar en persona el dictado de la materia Análisis de guión —su materia— para fortuna y privilegio de los alumnos de segundo año. Acaso alguno de estos nuevos discípulos también se sueñe editor guerrero. Transcurridas algunas clases, en el afán de fijar los conceptos reveladores, inevitablemente un estudiante irredento preguntará sobre la bibliografía de la materia. Miguel referirá a sus fuentes, especialmente a otro maestro llamado Lajos Egri. Pero los inéditos elementos teóricos que tanto caracterizan a su extraordinaria didáctica —incluyendo el eje del ethos— no tienen otra fuente que su viva voz. La paciencia es una virtud cardinal del editor guerrero: no es descabellado vaticinar un texto clásico que se conocerá como “el Pérez”. Posiblemente esté escribiéndose al mismo tiempo que estas líneas.
El versículo más famoso de la obra de Sun Tzu asevera que el arte de la guerra se basa por completo en el engaño. Lo mismo puede postularse sobre el arte del montaje. El ethos de la escuela Pérez y de sus editores guerreros podría entonces resumirse en forma de otra aparente paradoja: la voluntad de poner la mentira al servicio de la verdad. Y no hay contradicción en esa idea, como no la hay cuando la consumación de ese ethos necesariamente pasa desapercibida. En palabras del maestro Leopoldo Marechal: «Los combates que más importan —me dijo Megafón— nunca salen a la luz del mundo, ya que pertenecen al subsuelo de la Historia».