Entrevista a Juan Carlos Macías (SAE)
Cualquiera que haya visto películas argentinas o presenciado alguna clase de historia del cine, seguramente vio su nombre parpadear en los créditos más de una vez. Juan Carlos Macías (SAE) es uno de los más prolíficos e importantes montajistas argentinos: editó entre cuatro mil y cinco mil publicidades y alrededor de noventa largometrajes. Además de cortos, series televisivas y la lista sigue.
Formado en la industria desde los 14 años, entiende el montaje como algo que se aprende en el trabajo diario: “Para mí, el montaje es práctica. Sinceramente, cuando me dicen que un curso dura tres años, me pregunto qué están aprendiendo, porque yo lo único que te puedo enseñar es la técnica”.
Macías colaboró como asistente de edición en renombrados films de la llamada Generación del '60 e integró, junto a técnicos y directores, el boom publicitario generado por la creación de los canales de televisión privada. Con la llegada de la democracia comenzó a trabajar fuertemente en la industria cinematográfica y ya en los '90, transitó el cambio de paradigma que implicó el avance de las plataformas digitales sobre el celuloide y la moviola.
En la entrevista anterior, Pablo Mari (SAE) lo definió como un montajista 100% intuitivo. Cuando nos encontramos en la isla de Metrovisión, donde está editando un largo, lo primero que me impactó de él fue su humildad: “Para mí, es el trabajo, el trabajo, el trabajo, lo que me llevó a esto”.
¿Cómo fueron tus inicios?
Estuve cuatro años de asistente en una sección que era de Gerardo Rinaldi y Antonio Ripoll. Empecé de muy chico, cuando alguien me comentó que necesitaban una persona para trabajar un mes a prueba. En mi casa había necesidades económicas, entonces me introduje. Me gustaba ir al cine pero como espectador, no como un estudiante que quería involucrarse en ese mundo. Casi conjuntamente conmigo entró Oscar Souto, que tenía mi misma edad.
Cuando empecé, me dieron un rollo de material fílmico y me tuvieron una semana haciendo pegaduras, porque había que cortar con tijera, raspar y pegar con acetona. Te enseñaban a ordenar los materiales, luego a colocar los doblajes, a buscar los sonidos correspondientes. A medida que iba transcurriendo el tiempo ibas aprendiendo más cosas, pero sobre todo técnicas. Después quedaba en vos aprender lo demás.
¿Los asistentes tenían la posibilidad de estar presentes mientras los compaginadores armaban?
Te obligaban. Y te dormías. Salvo que vos les preguntases, no te explicaban nada. Pero muchas veces por respeto y tiempo, no los querías entorpecer. Imaginate, yo tenía 15, 16 años y cuando no había nada que hacer, te obligaban a sentarte en una banqueta y hablarle al compaginador.
A los 18 años me ofrecieron un paquete de clientes de publicidad y una cabina con una moviola. Le pregunté a Souto si me acompañaba, porque yo tenía mucho miedo, y me dijo que sí. Y nos largamos solos, con el aval de Gerardo Rinaldi y Antonio Ripoll.
¿Cómo aprendiste la parte creativa del montaje?
¡Qué sé yo! (risas). Pienso que en esa etapa aprendí la técnica, luego la publicidad me dio el resto, por el volumen de trabajo que tenía y la diversidad de clientes. En esos años se crearon Canal 13, Canal 9, Canal 2 y Canal 11 y había mucha necesidad de material publicitario. Empezamos a trabajar con los directores de la supuesta “segunda generación del '60”. Entre Souto y yo editábamos 25 o 30 publicitarios mensuales. Claro que no era la publicidad de estos momentos, algunos eran muy simples, con 15 minutos de material. Había otros que eran más complejos, como los de Pino Solanas, Fischerman o Puenzo.
En esa época el director tenía su peso, defendía su producto. Los creativos no venían a la presentación y cuando estaba el cliente, venía sólo el capo de la agencia. Yo mostraba la película en la moviola y había una serie de marcas, una cruz, una banda con lápiz dermográfico. El director decía: “esto es una sobreimpresión: funde una imagen y aparece otra. Imagínensela”.
Pienso que todo lo que aprendí fue por la cantidad de metros que pasaron por mis manos. Aprendí del oficio y de todas las personas con las que he trabajado: una cosa era montar con Luis Puenzo, que era una persona más de montaje, de videoclip digamos, y otra con Fischerman, que trabajaba mucho más en la parte actoral. Tomé una práctica, una lectura de los materiales, que no la tiene cualquiera. Yo volaba en la moviola, por el antecedente de montar tres publicitarios en un día. La publicidad, a toda esa gente y a mi, nos dejó aprender pagándonos.
A los informes de filmación no les doy bolilla. Armo en función de cómo se desarrolló actoralmente el personaje. Lo que guía el corte es la interpretación.
Juan Carlos Macías
¿Cuándo empezaste a trabajar con continuidad en largometrajes?
Empiezo a trabajar muy fuerte en cine en el año '84, cuando descubro que era negocio. ¿Por qué? Porque en las ocho o diez semanas que duraba la filmación, hacías muy poquitas cosas y cobrabas. Mientras tanto, también podías trabajar en publicidad. Después sí, cuando terminaba el rodaje, venía el director y se te sentaba al lado. Entonces trabajaba en el largometraje hasta las seis de la tarde y después hacía el publicitario. Nunca abandoné la publicidad por completo, ni loco. Hubo como cinco o seis años que viajaba una o dos veces por mes a San Pablo y ahí me bajaba dos publicitarios entre viernes, sábado y domingo.
Hay años donde se estrenaron 6 o más largometrajes editados por vos. ¿Cómo hacías para organizar ese caudal de trabajo?
Trabajaba con un asistente. Por ejemplo, le decía: “Andá a la mañana a Flehner y volcá todo el material, mientras yo voy a Carranza y compagino”. Yo llegaba a la tarde a Flehner y él se iba al otro lugar. Muchas veces estaba compaginando y me volvía a mi casa porque sino me iban a matar, pero en general me quedaba hasta terminar lo que tenía en mente. Eso sí, una de las virtudes que tengo, es que puedo estar editando un baile y saltar a compaginar un drama. No es que me vuelvo loco.
Hay películas que sabés perfectamente que son muy de fierro, que no vas a volar ahí, pero yo las tomo como un trabajo. Creo que en mi vida he rechazado ninguna propuesta.
Juan Carlos Macías
¿Cómo sentís que influyeron los cambios tecnológicos, tanto en tu carrera como a nivel general?
El Avid destruyó a algunos y a otros los benefició. El día que nos mostraron el demo de cómo funcionaba, éramos cinco o seis personas. En ese momento yo estaba pensando de qué carajo iba a laburar de allí en más. ¡Si cuando me dijeron que agarrara el mouse, que yo en mi vida había agarrado uno, me fui afuera de la mesada! (risas).
Tuve una gran suerte porque en ese tiempo trabajaba mucho con Flehner y un día me dijo que tenía un publicitario y lo quería editar en el Avid. “¿Estás loco? Yo no lo sé operar”, le dije, y me respondió: “Yo tampoco, pero no te preocupes: vamos a aprender los dos”. Así lo fui aprendiendo, porque dos o tres días a la semana estaba en el Avid y eso me daba práctica. Otra gente no tuvo esa suerte porque tenía un publicitario cada quince días, entonces todo lo que había practicado, se lo olvidaba.
En la primera etapa sentís no tener esa cosa del tacto. El beneficio mayor que tiene es el duplicado de las secuencias, nada más.
¿Sentís que te conectás mejor con el material editando solo o con otra persona?
Sí, desde que apareció el Avid prefiero trabajar solo. Muchas veces es contraproducente porque cuando viene el director y quiere hacer cambios, me dan ganas de decirle “yo hace cinco horas que estoy trabajando y vos llegás recién y me decís eso”.
A mi me pone mal trabajar por primera vez con alguien. Porque me quita ritmo, porque lo tengo que conocer para saber qué le gusta, qué no le gusta, cómo se siente, cómo quiere que lo trate, ese tipo de cosas. Pero en general me dejan trabajar tranquilo. Marcelo Piñeyro te deja trabajar, Eduardo Mignogna era prácticamente lo mismo.
Hay directores que son más complejos. Te agarra Luis Puenzo y te volvés loco, pero eso sucede porque es una de las personas que más sabe de cine en los diferentes rubros. Pino Solanas es medio caótico pero también se trabaja bien.
Me ocurrió en Sur (Pino Solanas, 1987), por ejemplo, que él había agarrado un canasto de los que se utilizaban para tirar los descartes y lo había volcado para usar de mesa. Tenía una silla y su máquina de escribir. Entonces vimos una secuencia, me dijo más o menos qué le parecía y me la dejó montar. Después de media hora de trabajo me dijo “¿Vos sabés que estuve pensando otra cosa?”, porque la había estado re-escribiendo mientras yo editaba (risas).
Editaste desde productos comerciales como Dibu 2 (Carlos Galettini, 1998) hasta El camino hacia la muerte del viejo Reales (Gerardo Vallejo, 1968) o La historia oficial (Luis Puenzo, 1985). ¿Qué priorizás a la hora de elegir un trabajo?
Nunca dije que no a nada. Hay películas que sabés perfectamente que son muy de fierro, de libro, que no vas a volar ahí, pero yo las tomo como un trabajo. Creo que en mi vida he rechazado ninguna propuesta.
¿Te gusta trabajar en proyectos empezados o preferís editar una película desde cero?
Me da lo mismo, es trabajo. Una vez me llamaron para editar una película en la que estaban en desacuerdo con el montaje, que tenía problemas. Me dicen: “Mirá, lo único es que no podés figurar en los títulos”, yo dije: “¿Está el dinero? Listo”. Luego ganó el Goya la película esa (risas).
¿Cuál es tu metodología de trabajo? ¿Qué priorizás allí?
Ver todo el material, porque sino me estoy mintiendo a mi mismo. A los informes de filmación no les doy bolilla, los tiro. Armo en función de lo que filmaron, de cómo se desarrolló actoralmente el personaje, y voy destacando todo eso.
Suponete que tengo ocho tomas y para mí la mejor es la número dos, igualmente me fijo esa frasecita en todas. Tal vez en una escena, utilizo tres tomas diferentes. Pero no me preguntes cómo comienzo la secuencia. La veo y digo “este puede ser el comienzo” y a partir de ahí, armo. Lo que guía el corte es la interpretación.
Armo una secuencia, la miramos y sigo para adelante. En esta película que estoy editando ahora, termino dentro de dos o tres días el primer armado. Ahí voy a verla completa y trataré de darme cuenta qué problemas tiene, si hay que rotar cosas, acortar o eliminar. Yo recién ahí siento.
Trato de armar con mucho sentido sonoro también. Después, aunque algunos se enojan, al sonidista le digo “mirá, acá quisiera ver si viene bien tal sonido”. Le tiro una idea, le doy elementos como para decir “yo pensé esto”.
¿El estilo de montaje lo charlás con el director?
Hago lo que yo siento, lo que quiero. Es decir, lo que considero que está bien para la escena. Pero no tengo charlas previas con el director. Pienso que es porque ya hay mucho tiempo de conocimiento entre uno y otro, y sabe lo que voy a hacer o puedo plantear, nada más.
En la edición de documental, que es un poco más abierta, ¿tenés la misma metodología?
Más. Suponete en Cazadores de utopías (David Blaustein, 1995) creo que había 110 o 120 horas de testimoniales. Me pasé una semana y media mirando VHS de todos los personajes, ocho o nueve horas diarias. A partir de ahí me preguntaron y dije “se puede hacer algo”. Entonces pensé “¿Cómo comienzo esto?”. Y en esa película comencé por el medio, no empecé ni por el final ni por el principio. Empecé con la tortura y a partir de ahí desarrollé hacía las dos puntas.
¿En tu cabeza ya había una cronología?
No. Decía “esto, esto, esto… listo” (risas). Yo no llevo anotaciones, nada.
¿Considerás que tenés una estética personal en cuanto al montaje?
Pienso que tengo una estética personal. No sé cuál es pero la siento cuando estoy armando y voy rescatando cosas que no sé si otra persona las llega a visualizar, a sentir.
Si no hubieses sido editor, ¿a qué te hubieras dedicado?
No sé qué me hubiese deparado el destino, no sé donde andaría sinceramente. A esta altura pienso que me hubiese encantado estudiar música. En mi casa tengo algunos instrumentos que los compré porque me gustan, pero no sé tocarlos. Envidio muchísimos oficios, tanto de la parte musical como artesanal. Todos los trabajos manuales siento que me hubiesen encantado. Posiblemente, si hubiera sido panadero, hubiese sido un buen panadero. Pero no sé que hubiera sido. Yo muchas veces digo que estaba parado en la esquina, pasó el colectivo y me subí (risas).
Para terminar, te hago una pregunta que se repite a lo largo de todas las entrevistas: en una definición corta, ¿qué es para vos el montaje?
Pienso que es un arte. Para mí cualquier oficio tiene algo de artístico. Todos. Hasta un barrendero, cuando lo observás, ves que tiene el arte de saber cómo hacer para sacar la basura del cordón hacia un lateral y que el agua corra por la cuneta. El montaje es un granito más que va aportando a lo que hizo el cameraman, el director de fotografía, el asistente de dirección. Lo gratificante que tiene, para mí, es que te permite darle forma a la historia y darle un estilo. Hace que todo vaya tomando sus carriles. Una técnica, un arte, qué sé yo. Es un cúmulo de cosas que se van cerrando.