Piazzolla: los años del tiburón, por Alejandro Carrillo Penovi (SAE)
Junio de 2016. En el medio del montaje de “Nieve negra” me llama un (a esta altura) viejo conocido: Daniel Rosenfeld. Con inusual antelación me preguntó si me interesaba editar un documental sobre Piazzolla. Ya de pique venían dos cartas fuertes: primera, abordar a uno de los artistas argentinos de mayor proyección universal; segunda, servir a un director reconocido, sofisticado y sagaz. Por si esos dos elementos no fueran suficiente atractivo, Daniel me anticipó el calibre cinematográfico y productivo del proyecto, bajando otras dos cartas tremendas: por un lado, la disponibilidad de archivos de la familia Piazzolla absolutamente inéditos, en todo tipo de fuentes sonoras y visuales; y por otro, la posibilidad concreta de trabajar con la música original del genio de Ástor, gracias a una literalmente extraordinaria ingeniería productiva. Daniel hacía saber lo que tenía en sus manos: no es un documental de Piazzolla, remató, es el documental de Piazzolla. Los dos fuimos conscientes de que su invitación a meter mano en el proyecto era un halago, y esa clase de halagos suelen aceptarse, bajo la forma de un desafío.
De hecho mi mujer lo sintetizó muy bien, cuando le conté la novedad: con esa música, me dijo, ya tenés todo resuelto. Creo que incluso acotó un “qué vivo”. Incluso haciéndole el descuento de rigor, la observación tiene una cuota de verdad. Más de una vez le dije a Daniel que, si con toda la extraordinaria materia prima que él había podido conseguir, yo no hacía un buen montaje, directamente me tenía que hacer una denuncia penal. A mí o a cualquier otrx colega. Es que realmente las fuentes que este muchacho encontró —y me consta que hizo a veces minería y a veces rabdomancia— son lisa y llanamente maravillosas. El trabajo de montaje tuvo en muchos casos ribetes de curaduría: simplemente había que saber ubicar las piezas en la vitrina, sin dañarlas, para que se luzcan bien.
Aunque en realidad, obviamente, la cosa fue mucho más complicadita: siempre resistimos la fácil tentación de salir a jugar el partido pensando que ganamos “solamente con la camiseta” de Piazzolla. Daniel, como buen director, no admite los atajos. Para empezar, no filmó entrevistas (por supuesto en la película hay entrevistas, pero sólo en el material de archivo). El relato, conducido desde el off por Daniel Piazzolla, el hijo de Ástor, tenía que tocar varios ejes conceptuales o temáticos que Rosenfeld necesitaba desarrollar y valorizar. Había momentos de la vida de Ástor que no se podían eludir: su infancia, Nueva York, Nonino, Gardel, Troilo, París, Nadia Boulanger, Gerry Mulligan, Jacobo Fijman, Punta del Este, los tiburones… en fin, el catálogo de exigencias históricas y anecdóticas parecía casi infinito.
Y además, la música.
¿Cómo administrar ese preciado recurso? ¿Qué licencias podíamos tomarnos, respecto de las épocas del relato, para no ser demasiado anacrónicos? ¿Daba el presupuesto para una inclusión más? (Estamos hablando de Ástor Piazzolla, un activo de lujo en varios catálogos de discográficas.) ¿Cuánto tiempo podemos estar narrando sin volver a verlo (y escucharlo) bailar con su instrumento, sin experimentar ese fenómeno audiovisual hipnotizante? Algunas decisiones pasaron por la razón de la cabeza y el diseño; otras, por la alquimia del ensayo y el error: Daniel Rosenfeld de esto sabe e intuye como pocos.
Y también supo que tenía lo más importante para construir el eje emocional del relato: el testimonio vivo, descarnado, jovial, del último sobreviviente de la familia directa de Ástor: Daniel Piazzolla, casi protagonista, casi involuntario, quien con generosidad se abrió a su tocayo director y le (nos) brindó absolutamente todo, y más, para poder acceder un poco más profundamente a la persona de su padre. Un padre literalmente genio y figura, el tipo de padre que suele ser muy difícil con sus hijxs. Seguramente por todas las dificultades de Ástor es que finalmente Daniel hijo, y Daniel director, y probablemente todxs, lo extrañamos un poco, lo comprendemos un poco, lo queremos un poco. Ese es un pequeño triunfo de la película.
Y para cualquier editora o editor, creo, tener la chance y la responsabilidad de alcanzar ese efecto contando la vida de un artista, es un lindo sueño. A veces uno tiene el traste de que se haga realidad, y aunque en estos tiempos difíciles es ostentoso decirlo, parafraseando a un poeta: por favor sepan disculpar mi felicidad. Espero que sea la de otrxs también.
Alejandro Carrillo Penovi